En una ocasión fuimos invitados a cenar por unos amigos mi
mujer y yo. Al entrar en el salón nos sorprendió gratamente la mesa: profusión
de lienzos, porcelana y cubiertos acomodados con precisión
matemática como alineados a pie de rey.
Pasada la primera prueba con calificación de eminente y el
trámite de guardarropa, pues era una ciudad muy fría, enfrenté el ágape
con buen ánimo; soy amigo de la calidad más que de la cantidad, por lo
que el inicio me resultó prometedor.
El vino no lo recuerdo y el meollo del asunto se resolvió
sucintamente: unas croquetas, unos trozos de pizza y desembocamos en el plato
fuerte de la noche: unas lonchas de embutido frías como un carambanillo.
La desilusión de confundir el manjar principal con
los entremeses ya la tenía asumida pero me agarraba como a tabla de
salvación a los cubiertos del postre. La cucharilla atraía mi ilusionada
mirada -¿Cómo no va a haber hecho esta gente algún pastel casero para
rematar? - pensaba yo.
Pobre indulgente de mí. Aún era joven y desconocía a
Baudelaire:
“Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos
cobardes”.
El momento del colofón se aproximaba y mi esperanza en
un hilo cuando llegó la hora de la verdad. La anfitriona se puso en
pie, adoptó gesto serio, un breve carraspeo y nos ofreció la variada e
incitante carta del complemento: ¿de postre que queréis: yogur, flan o
natillas de chocolate?.
Consumida la cena y la velada con sobria contención, dije a
mi esposa: vamos mujer, que esta gente tendrá que descansar.
Y bien abrigados nos fuimos comentando jocosamente el
sucedido.