Salimos
al campo una mañana de verano con la única intención de coger la fresca y
pasear para retirarnos antes de que el sol mandase.
Andábamos
por un camino poco transitado cuando nos dimos cuenta de que abundaban
caracoles por doquier. Además, no había que agacharse para atraparlos, las
pobres criaturas trepaban por los hinojos, o mejor dicho, esperaban colgados
hibernando por efecto del calor y el agostamiento a que una lluvia
providencial los ayudase a descender en busca de frescura y humedad.
El
caso es, que se ofrecían allí al paseante, al alcance de la mano.
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Hacía
muchísimos años que no practicaba este asequible deporte, si mal no calculo veintidós
años, una noche en Cataluña.
Siguiendo
la tradición los puse a purgar, aunque no era muy necesario pues hacía tiempo
que no probaban el verde y, con tal protocolo, procedí al sacrificio con
ensañamiento por el cruel método de escaldarlos a fuego lento, lo que les
dio tiempo, pobres criaturas, a refugiarse desesperada e inútilmente dentro de
la concha.
Repetí
al mes la faena, pero los arrojé alevosamente al agua a punto de hervir
mientras retozaban alegremente entre sus babas. Quedaron todos con el cuerpo
fuera y casi diría que con la sonrisa puesta.
Pero
no seré yo quien discuta las fórmulas de la vieja usanza. Si debe de ser así,
así será. Al menos la primera vez.
El
arreglo, al gusto de la tierra: con chorizo, tocino, cebolla, perejil,
ajo y pimiento y un poco de picante, tal vez. Mediados de caldo.
Un
manjar.
Repetiré
de vez en cuando.
¿Que
qué hacía yo cogiendo caracoles de noche en Cataluña?. Bueno, como diría el
camarero en “Irma la dulce”: “eso es otra historia”.