sábado, 1 de junio de 2019

Patatas a la panadera


Cuando uno llega a la etapa mesetaria de los cincuenta,  si la diosa  Salus se lo permite, empieza a paladear la vida. Superadas felizmente las pedregosas y escurridizas laderas de  la ambición y los repechos de la frustración y el desengaño, transitamos por la altiplanicie del camino donde se aprecia igual el valor del viento fresco y del abrigo. Porque ya se ha conocido el frío, el calor, el dolor y la fatiga. A estas alturas se sabe ya que cuando no hay más remedio que transitar una quebrada, no queda otra; y que en cada encrucijada renuncias al menos a un camino.
La experiencia, el conocimiento y el juicio nos llevan al disfrute sobrio y morigerado de los placeres mundanos mientras el regusto de lo vivido nos pone el alma de tango con la nostalgia de los momentos pasados y la melancolía manriqueña nos encarece lo perdido.
Solo los que no consumieron bien los víveres caducos quieren librar a destiempo la flor primera o deflagrar sus pasiones en carbón de turba. Aquellos, discípulos  poco aplicados en la disciplina de la vida, están condenados a enlazar una madurez tardía con un declive prematuro.
Pero mientras nos acercamos lentamente a la rasante que deja ver al fondo de nuevo el mar, todavía se pueden hacer muchas cosas. Están muy recomendadas para estas edades actividades que, sin mucho desgaste, nos estimulen y no reporten placer, salud y reconocimiento: cocinar es una de ellas.
Hoy os presento un delicioso acompañamiento que casi siempre resulta escaso en los asados. Para desquitarte, prepara una buena fuente de patatas panaderas,  y que la gente se harte.
No es un plato lento de preparar: el truco consiste en  cortar las patatas finas y pasarlas por una cazuela o una sartén honda para que se sofrían a fuego lento, y luego se llevan en una fuente al horno para que queden perfectas.
Se puede variar la receta añadiendo cebolla o pimiento verde o rojo.

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