Cuando
uno llega a la etapa mesetaria de los cincuenta, si la diosa Salus
se lo permite, empieza a paladear la vida. Superadas felizmente las pedregosas
y escurridizas laderas de la ambición y los repechos de la frustración y
el desengaño, transitamos por la altiplanicie del camino donde se aprecia igual
el valor del viento fresco y del abrigo. Porque ya se ha conocido el frío, el
calor, el dolor y la fatiga. A estas alturas se sabe ya que cuando no hay más
remedio que transitar una quebrada, no queda otra; y que en cada encrucijada
renuncias al menos a un camino.
La
experiencia, el conocimiento y el juicio nos llevan al disfrute sobrio y
morigerado de los placeres mundanos mientras el regusto de lo vivido nos pone
el alma de tango con la nostalgia de los momentos pasados y la melancolía
manriqueña nos encarece lo perdido.
Solo
los que no consumieron bien los víveres caducos quieren librar a destiempo la
flor primera o deflagrar sus pasiones en carbón de turba. Aquellos,
discípulos poco aplicados en la disciplina de la vida, están condenados a
enlazar una madurez tardía con un declive prematuro.
Pero
mientras nos acercamos lentamente a la rasante que deja ver al fondo de nuevo
el mar, todavía se pueden hacer muchas cosas. Están muy recomendadas para estas
edades actividades que, sin mucho desgaste, nos estimulen y no reporten placer,
salud y reconocimiento: cocinar es una de ellas.
Hoy
os presento un delicioso acompañamiento que casi siempre resulta escaso en los
asados. Para desquitarte, prepara una buena fuente de patatas panaderas,
y que la gente se harte.
No
es un plato lento de preparar: el truco consiste en cortar las
patatas finas y pasarlas por una cazuela o una sartén honda para que se sofrían
a fuego lento, y luego se llevan en una fuente al horno para que queden perfectas.
Se
puede variar la receta añadiendo cebolla o pimiento verde o rojo.
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