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Hablando de cenas tristes
todos queremos olvidar alguna y puede que no hubiera sido una cita esperada o
una ocasión propicia, simplemente se presentó así.
Hace ya muchos años, un
amigo y yo recorrimos en bicicleta el Canal de Castilla y al acabar el segundo
día de marcha nos encontrabamos en un pueblo de la Nava ya con una buena zurra
en el cuerpo, pues estábamos a la mitad del plan.
Preguntamos si había alojamiento en la villa y
nos dijeron que, tal vez, una señora que solía coger huéspedes nos daría posada
y allí fuimos. Nos recibió a la puerta pero nos dijo que no podía ser porque
cuidaba a su padre enfermo.
Ya estaba yo calculando
los diez kilómetros extras hasta el alojamiento más cercano, pero mi amigo se
aplicó en el ruego, conmovió a la señora y nos abrió su casa.
Nunca te apuntes a
aventuras con gente floja y desenfadada.
Humildes y agradecidos,
cenamos huevos fritos con patatas y chorizo y nos fuimos a descansar a una
habitación contigua a otra en la que reposaba un anciano moribundo enganchado a
una ruidosa máquina.
Nuestro deseo era
hacernos imperceptibles, descansar y retomar el camino, pero faltaba lo peor.
Sobre las once llegó una
señora a casa que, al parecer, venía a acompañar al enfermo y a su cuidadora
por las noches y al enterarse de que había dos hombres en casa montó en cólera
y profirió todo tipo de improperios a la anfitriona, marchándose con la amenaza
de no volver más.
Llegados a este punto yo
solo pensaba: ¿qué narices hago yo aquí?.
Durante el desayuno me
atreví a levantar la vista y allí en la pared un cuadro con un letrero bien
grande en punto de cruz rezaba: CARIDAD.
El precio luego lo
ajustamos: lo que habíamos pagado el día anterior.
El camarada buscó asilo
en la biblioteca del primer pueblo de la tercera jornada donde fue bien acogido
pues era del gremio. Tuve que seguir yo solo.
Una cena y una noche que
a mí no se me olvidan.
Uno nunca sabe cuándo va
a tomar caridad ajena. En todo caso, siempre agradecerla.
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