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En
la comida el servicio es esencial. No es de buen provecho el alimento comido a
disgusto y sabe siempre amargo el bocado arrojado con displicencia e insípido
el traído con desgana o petulancia.
La
satisfacción por el trabajo bien hecho y el cumplimiento del deber no
están debidamente reconocidos hoy en día. Son los jóvenes las víctimas
principales de una subcultura que exagera los derechos,
mitiga las obligaciones y fomenta el atrevimiento y el descaro en
perjuicio del trabajo y la paciencia. La triste cosecha de esta forma de
entender la vida está siendo frustración y desengaño prematuros.
El
mal servicio en España es una epidemia y es triste ver como la formación
profesional que se viene introduciendo no permite lograr ni siquiera una
atención meramente correcta en muchos casos.
El
asunto es especialmente grave cuando este país es una potencia en servicios y
el turismo es una de las principales fuentes de riqueza.
El
año pasado nos presentamos sobre las doce de la mañana en un bar de un
lugar turístico y siendo los únicos clientes, una persona a la barra y
otra dentro, jóvenes los dos, al solicitar algo para comer nos dieron la
respuesta de que la cocina no estaba abierta todavía. Sorprendido,
intenté ayudar al indolente mercader que no me ofrecía alternativa
alguna. Le sugerí, tras vanos intentos, si nos podía servir algún helado
del refrigerador del comedor y no le pareció mal.
Recientemente,
en un pueblo muy visitado que presume, con razón, de sus quesos de cabra
y sus embutidos, en circunstancias similares, recibimos la misma respuesta
concluyente de otro prometedor comerciante.
Unos
días antes, fue en una tasca que me hizo recordar las que frecuentaba
cuando serví. Obligados a repetir como clientes, consecuencia de mi preferencia
por los lugares poco frecuentados, el ventero, tras mostrarnos la
carta, nos anunciaba lo que no había ese día. Aproximadamente, la mitad.
De
lo que mandábamos, por sistema, con la diplomática frase de: “tenemos un
problema” al volver de la cocina, nos iba preparando para
anunciarnos que “vaya, lo siento, no tenemos esto, no tenemos lo
otro …”
Ante
la imposibilidad de satisfacer el variado gusto de los comensales más
volubles, remisos a conformarse con la menguante minuta, me
atreví a sugerirle (estábamos solos, ya casi en familia, en temporada baja…):
“oye, ¿no podrían hacer a estos un huevo frito con patatas?”. Ante lo que
el punto, ostentando gesto serio y profesional, me contestó: “no señor, aquí no
trabajamos eso”.
Entre
los maîtres, a este áspero miembro de la restauración patria, lo declaro mi consentido.
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