miércoles, 29 de noviembre de 2017

Para comer, comida


En una ocasión fuimos invitados a cenar por unos amigos mi mujer y yo. Al entrar en el salón nos sorprendió gratamente la mesa: profusión de lienzos,  porcelana y cubiertos  acomodados con precisión  matemática  como alineados a pie de rey.
Pasada la primera prueba con calificación de eminente y el trámite de guardarropa, pues era una ciudad muy  fría, enfrenté el ágape con buen ánimo;  soy amigo de la calidad más que de la cantidad, por lo que el inicio me resultó prometedor.
El vino no lo recuerdo y el meollo del asunto se resolvió sucintamente: unas croquetas, unos trozos de pizza y desembocamos en el plato fuerte de la noche: unas lonchas de embutido frías como un carambanillo.
La desilusión  de confundir el manjar principal con los entremeses ya la tenía  asumida pero  me agarraba como a tabla de salvación a los cubiertos del postre. La cucharilla  atraía mi ilusionada mirada -¿Cómo no va a haber hecho esta gente algún pastel casero para rematar? - pensaba yo.
Pobre indulgente de mí. Aún era joven y desconocía a Baudelaire:
“Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes”.
El momento del colofón se aproximaba  y mi esperanza en un hilo cuando  llegó la hora de la verdad.  La anfitriona se puso en pie,  adoptó gesto serio, un breve carraspeo y nos ofreció la variada e incitante carta del complemento: ¿de postre que queréis: yogur, flan o natillas de chocolate?.
Consumida la cena y la velada con sobria contención, dije a mi esposa: vamos mujer, que esta gente tendrá que descansar.
Y bien abrigados nos fuimos comentando jocosamente el sucedido.