lunes, 26 de noviembre de 2018

Caracoles



Salimos al campo una mañana de verano con la única intención de coger la fresca y pasear para retirarnos antes de que el sol mandase.
Andábamos  por un camino poco transitado cuando nos dimos cuenta de que abundaban caracoles por doquier. Además, no había que agacharse para atraparlos, las pobres criaturas trepaban por los hinojos, o mejor dicho, esperaban colgados hibernando por efecto del calor y el agostamiento a que una lluvia providencial  los ayudase a descender en busca de frescura y humedad.
El caso es, que se ofrecían allí al paseante, al alcance de la mano.
La intención, como dije, no era traer caracoles ni la temporada  era propicia, pero el ofrecimiento era incitante. Buscamos una bolsa entre el exiguo bagaje de los andariegos y cedimos a la tentación.
Hacía muchísimos años que no practicaba este asequible deporte, si mal no calculo veintidós años, una noche en Cataluña.
Siguiendo la tradición los puse a purgar, aunque no era muy necesario pues hacía tiempo que no probaban el verde y, con tal protocolo,  procedí al sacrificio con ensañamiento por el cruel método  de escaldarlos a fuego lento, lo que les dio tiempo, pobres criaturas, a refugiarse desesperada e inútilmente dentro de la concha.
Repetí al mes la faena, pero los arrojé alevosamente al agua a punto de hervir  mientras retozaban alegremente entre sus babas. Quedaron todos con el cuerpo fuera y casi diría que con la sonrisa puesta.
Pero no seré yo quien discuta las fórmulas de la vieja usanza. Si debe de ser así, así será. Al menos la primera vez.
El arreglo, al gusto de la tierra: con chorizo, tocino, cebolla, perejil,  ajo y pimiento y un poco de picante, tal vez. Mediados de caldo.
Un manjar.
Repetiré de vez en cuando.
¿Que qué hacía yo cogiendo caracoles de noche en Cataluña?. Bueno, como diría el camarero en “Irma la dulce”: “eso es otra historia”.